Con la pleamar de la marea y arreciando a Barlovento, al mando de las máquinas del Orion, Enrique Robles Postigo –cincuenta y tres años– no se arrugó aquel 7 de julio de 1902 cuando el Capitán le ordenó volver al puerto de Almería, donde la carga del Mayfield era pasto de las llamas.
La maniobra de acercamiento fue complicada, pero Enrique era un maquinista experto, curtido en la guerra de Cuba y condecorado por aquel episodio del 10 de junio de 1898 del que se hablaría en los libros de Historia.
Cuando consiguió la mejor posición del Orión, de inmediato alumbraron al Mayfield y colocaron la bomba para anegar la estancia donde ardían más de ochocientas toneladas de esparto.
Pero a las cuatro de la madrugada, el fuego seguía aún vivo y Enrique no quiso turnarse con sus ayudantes. Permaneció toda la noche en su puesto, vigilante del viento y de las llamas, preocupado por los hombres que no escatimaban esfuerzos.
A las seis de la mañana, una fuerte tormenta, que descargó granizo de tamaño nunca visto, ayudó a sofocar el fuego. Fue un alivio.
Horas mas tarde, el Orión reanudó su viaje hacia el puerto de Málaga.
Dos días después, desde la playa de Benajarafe algún pescador divisaría la figura de Enrique en la atalaya de Torre Moya renovando su idilio con el cielo y la tierra que le vieron nacer. Allí tomaba aliento y recordaba aquella conversación que muchos años atrás tuvo con su padre, Antonio Robles Gutiérrez, el viejo torrero.
— Toda esta tierra abandonada por el mar, hijo mío, algún día será tuya.
— No es la tierra lo que deseo, padre, sino la libertad de la mar. La brava caricia de sus olas. Quiero ser marino.
*Autora: Ulla Ramírez